El Padrino por Fabián Casas
El Padrino
▣ ESCRIBE FABIÁN CASAS
(Ilustra Gabriel Ippóliti)
La primera vez que vi El Padrino, de Francis Ford Coppola, fue en un cine viejo de Avenida de Mayo. Creo que fui con un amigo de la facultad. Me gustó mucho. Después vi las dos primeras películas de la saga infinidad de veces, en videos, en el cable, en donde sea. Miré la tercera también en el cine, pero esta no me gustó tanto. La primera y la segunda son geniales. Cuando me junto con amigos y la conversación de sobremesa termina en estas películas, invariablemente me doy cuenta de que me gustan casi todas las escenas. Es extraño. No encuentro —como en algunas novelas— páginas de transición, partes que podría acelerar con el control remoto. No. Cada escena de las dos primeras me parece genial. La fiesta con la que se abre el relato y cómo cada invitado va a ver a don Corleone a su cuarto oscuro para pedirle favores, los fideos con tuco que preparan en el bunker mientras cocinan otros negocios, la visita de Robert Duvall a un mafioso en prisión para decirle —citando a los antiguos romanos— que va a tener que suicidarse o la tremenda cachetada de Michael Corleone a su mujer cuando ella le dice que abortó o va a abortar —no me acuerdo— y la locura de James Caan —Santino—, ese hermano mayor y terrible que termina cosido a balazos por no ponerse a pensar un poco, por no parar la marcha; todas esas escenas increíbles como la de Fredo pescando con su sobrino poco antes de ser asesinado por órdenes de su propio hermano. En fin, la sensación de que nacemos solos, morimos solos pero en el medio está la familia, ese grupo extraño y a la vez conocido que nos sirve para que nos paremos en el mundo pero que después, si no le ponemos cierto coto, nos puede terminar devorando.
No recuerdo
cuándo vi por primera vez a mi padrino Bruno. Como la presencia del Yo, para mí
siempre estuvo conmigo. Incluso hoy que, como dirían los alquimistas, abandonó
la forma física, él sigue teniendo en mi vida mucha más presencia que algunas
personas con las que me cruzo y trato.
Bruno
Edgardo Vigano nació en Italia, en Meda, un pueblo cercano de la ciudad de
Milán. Si uno llega a Milán, se toma un tren y en pocas estaciones se llega a
Meda. Es una ciudad pequeña, de construcción medieval. Yo hice ese camino hace
ya mucho tiempo y lo llamé a mi padrino desde un teléfono público de la
estación. Él se fue de ahí a los treinta años y nunca volvió. Dejó a sus padres
y a una hermana. Todos murieron después, mientras él vivía con nosotros. Nunca
supimos por qué no quiso volver. Era una de sus muchas y misteriosas
decisiones, esas que se toman encerrado en una pieza, lejos de los demás.
Mi padrino
estudió Bellas Artes, era profesor de dibujo y siguió el oficio de tallista,
con el que se destacó por su talento, es decir: trabajaba la madera, la movía a
su antojo, la hacía hacer lo que él quería. Estuvo en la Segunda Guerra Mundial
y cayó prisionero de los americanos justo antes de que lo mandaran a África, lo
que parece ser que lo salvó. Siempre que me hablaba de la guerra, me la contaba
con entusiasmo, como si hubiera sido algo intenso y edificante para él. Me
contó que tenía un perro que lo seguía para todas partes, que este perro era
“el perro de Bruno” y que todos los soldados lo querían y le daban de comer.
Creo que por eso yo amo a los perros. Me habló de las latas de comida que le
daban en el campamento, de los amigos que pelearon con él y de cómo, una tarde
de calor, unos obreros sicilianos le enseñaron a preparar una ensalada hecha
con roquefort, sardina, tomate y cebolla, cosa que él hacía en mi casa en los
veranos y que a nosotros nos parecía deliciosa. Pero después de su muerte, cuando
me puse a averiguar, descubrí que su guerra no había sido tan luminosa como él
me la contaba. De hecho, su batallón había estado en el sitio de Nápoles donde
la gente moría como moscas y él tuvo que defender un edificio a lo largo de
varias semanas. Nápoles era una ciudad destruida, donde había peste y la gente
se mataba entre sí por un pedazo de pan.
De manera
que la leyenda familiar dice que mi padrino llegó a Buenos Aires para tomar la
dirección artística de una fábrica de muebles, que en esa fábrica trabajaba mi
viejo y que rápidamente se hicieron muy amigos. Tanto, que mi papá lo invitó a
vivir a su casa para que dejara la pensión en la que dormía en el barrio de
Flores. Mi padrino era un hombre hermoso, parecido a Yves Montand y, según mi
viejo, muy mujeriego. Tenía unas manos gruesas de tanto pegarle a los fierros
con los que tallaba la madera. Hay una foto que le sacó mi hermano Juan y que
yo tengo en mi casa donde sus manos se ven en primer plano. El está en la
terraza de la casa de mi viejo con una toalla al hombro y a punto de afeitarse.
A mí me encantaba ver afeitarse a mi padrino. Preparaba el jabón y la brocha en
una pequeña olla de metal y después se rasuraba mirándose en un espejo que
colgaba en un rincón de su taller. El taller, que le construyó mi papá en el
medio de uno de los dos inmensos patios de la casa, era un lugar
extraordinario, repleto de bocetos de muebles en cartón, dos bancos de
carpintero y herramientas de todo tipo. Tenía dos largos tubos de neón que
usaba cuando se quedaba a trabajar hasta tarde o que prendía cuando el invierno
acortaba los días.
Mi padrino también era fanático de la radio. Recuerdo
despertarme y escuchar la radio en su taller, bajar de mi pieza y, después de
lavarme, ir a sentarme para charlar con él. En una época me fanaticé con Uri
Geller, un tipo que decía que podía doblar los tenedores con solo mirarlos, con
el poder de su mente. Le dije a mi padrino que yo también podía hacer eso, que
había descubierto ese poder y le llevé un tenedor doblado. Me dijo que no lo
comentara mucho, que esos poderes no le gustaban a la gente. A veces íbamos al
cine. Me llevó a ver Bamby, Recuerdos del futuro y alguna película de James Bond. Le
gustaba explicarme que sin duda había vida en otros planetas y también me
relataba la fábula de Jesús pero como si fuera una novela de ciencia ficción.
La relación que yo tuve con él, él la tuvo con su abuelo. Un día, durante la
guerra, este se le apareció en un sueño y le dijo que corriera. Mi padrino se
despertó y salió corriendo del cuarto donde dormía. A los minutos, una bomba
cayó ahí y destruyó todo. El abuelo también había aparecido en un sueño de su
madre, cuando la guerra estaba finalizando y ella no sabía nada de sus dos
hijos, Ezio y Bruno. El abuelo —en el sueño— se estaba vistiendo con traje y
corbata. La madre le preguntó por qué y él le dijo que era para recibir a los
muchachos que volvían. Ya despierta, esa tarde, la mujer escuchó en la radio
que los dos estaban vivos, desmovilizados, y regresando a casa.
En la vida
nos tocan seres oscuros y luminosos, aprendemos de los dos. Mi padrino fue un
ser luminoso, que nunca se quejaba por nada y que vivió casi noventa años sin
padecer ninguna enfermedad. No le recuerdo ni una gripe. Saltaba la soga en la
terraza hasta los setenta años sin problemas y le gustaba tomar sol en una
reposera que mi papá le regaló. Como solía decir mi viejo, vivió más años de
argentino que de italiano. Una vez le pasé unos poemas en italiano de Pavese,
para que mirara mis traducciones, pero me devolvió el libro diciéndome que no
recordaba bien el idioma, que lo había perdido. A pesar de elegir vivir con
nuestra familia —una familia grande, como ya no abundan, compuesta de tres
hijos, una tía, mi primo y mis padres— él era un solitario. Almorzaba siempre
con nosotros pero salía todas las noches. Tuvo, según mi viejo, un gran amor,
una muchacha judía a la que sus padres le impidieron que la siguiera viendo. De
hecho, una noche en que la estaba esperando en una esquina de Villa Crespo, se
le acercaron varios hombres, lo rodearon y le tajearon la ropa con gillettes,
como advertencia.
Mi padrino
fue técnicamente mi padrino en mi bautismo religioso. Mis hermanos tuvieron
otros padrinos pero los olvidaron rápido. Para ellos, mi padrino era su
padrino. Mis amigos del barrio, que casi vivían en mi casa, no le decían Bruno,
le decían “padrino”. Así que el tema del padrinazgo no era una cosa que yo iba
a tomar a la ligera.
La primera
ocasión de ponerme a prueba llegó, de manera inesperada, cuando trabajaba en un
diario. El Mono, un gran amigo, había tenido un hijo y él y su mujer estaban
muy entusiasmados con la criatura. El Mono se sentaba en el escritorio que
estaba frente al mío. Tenía el pelo largo, rubio, muy fino, cortado tipo
beatle. Escribía con un pucho en la boca. A veces se volvía loco cuando las
cosas no le salían y le pegaba trompadas a la computadora y tiraba todo lo que
tenía sobre el escritorio. Cuando nos prohibieron fumar en el diario, lo hacía
en los pasillos, apoyando la pierna derecha contra la pared, como una garza en
el agua. Un día me dijo que quería que yo fuera el padrino de su hijo. El Mono
tenía muchos amigos más antiguos que yo y me llamó la atención que él y su
mujer me eligieran a mí. Le agradecí emocionado pero confieso que no sabía bien
qué hacer. ¿Qué hace un padrino cuando no vive en la misma casa que su ahijado?
Recuerdo que me agendé el día del cumpleaños del chico y que metódicamente le
llevaba un regalo que compraba, después de darle muchas vueltas, en una
juguetería de la calle Belgrano. Pero no lo veía seguido y no lo sacaba a
pasear y no llamaba para hablar con él por teléfono. No teníamos relación de
ningún tipo. Una tarde el Mono me citó en el bar de la esquina del diario y me
dijo que me liberaba de la carga del padrinazgo. Por lo general, cuando
pregunto sobre esta práctica, la gente me dice que no se suele quitar el
padrinazgo, que más bien se olvida, se deja apagar. Pero el Mono, por mi
impericia, me lo quitó.
La tercera
oportunidad llegó varios años después. Yo había ido a un colegio a dar unas
charlas sobre poesía y uno de los alumnos terminó siendo un gran amigo.
Santiago Vega, conocido como Washington Cucurto en la literatura argentina, se
casó y tuvos dos hijos, Baltasar y Morena. Cuando nació Baltasar, él y su
mujer, Zunilda, quisieron que yo fuera su padrino. Estaba otra vez encerrado
con un solo juguete. Pero acá la cosa se precipitó porque a Santiago le salió
una beca en Alemania por un año y antes de irse, me dijo: “el nene queda en tus
manos”. Me acuerdo del primer día que lo fui a buscar. Baltasar tendría cinco
años y yo una pesadez en el ánimo demoledora. Como cuando tuve que dar mi
primer taller literario, no sabía qué hacer, me sentía abrumado. Y con todo un
largo domingo por delante. Fuimos a almorzar, paseamos por la plaza, le compré
unos juguetes que me pidió y terminamos comiendo helados ya bien entrada la
noche. De a poco, sin que me diera cuenta, empecé a tener una relación con el
nenito. Cuando no lo veía lo extrañaba y después de pasar todo un día con él me
sentía como si hubiera estado en un spa. O haciendo meditación. Baltasar me
hacía olvidar mis cosas. Trabajaba contra mi egoísmo. Yo lo tenía que cuidar,
como me había cuidado mi padrino a mí. Pero también podía cuidarlo y disfrutar
de ir de la mano, de sus charlas extrañas, de la misteriosa deriva infantil.
Creo que si no hubiese sido por la relación que tuve y tengo con Baltasar,
jamás me hubiera animado a tener hijos. Él no me llama por mi nombre, me dice
Padrino. Baltasar me eligió y me creó. Y le dio a mis días una alegría inusual,
desconocida para mí hasta ese entonces. Me preparó, también, para afrontar la
muerte de mi padrino.
Una tarde,
de golpe, mi padrino se empezó a sentir mal. Algo muy inusual en él. Como nunca
había estado enfermo, tampoco tenía obra social ni ningún tipo de medicina
prepaga. Era un estoico. Lo acompañé a un hospital que quedaba a un par de
cuadras de la casa de mi viejo y lo internaron por algunos días. Lo sacamos de
ese hospital y lo llevamos a otro que quedaba en el Parque Centenario. Iba a
regañadientes porque no le gustaban los médicos ni estar lejos de sus cosas.
Los síntomas eran de una gastritis violenta pero en los análisis también le
había salido leucemia. ¿De qué muere en realidad la gente? No sé. Al final
conseguimos que volviera a su habitación en la casa de mi viejo y lo
monitoreábamos entre todos y con enfermeras. Una tarde subí a su pieza y me
senté al lado de su cama. Salvo el cuerpo, que sufría, su mente era impecable.
Como dicen los japoneses: solo el reflejo de la luna en el lago. “Padrino”, le
dije, “quiero que sepas que te quiero más que a nadie en el mundo. Te quiero
más que a mis padres y nunca te voy a olvidar”.
Mi padrino
y yo habíamos tenido a lo largo de nuestras vidas muchas charlas metafísicas,
para llamarlas de alguna manera. Sobre el espiritismo, sobre la posibilidad de
vida en Marte y sobre la posibilidad de trascender la muerte. Una vez me llevó
al Museo de Ciencias Naturales y me hizo tocar un pedazo de asteroide.
“Fabito”, me dijo, “esto estuvo en el espacio”.
El día que
le declaré mi amor incondicional, lagrimeó un poco y me abrazó. Después me dijo
que había estado recordando el ruido que hacían los autos que corrían en el
autódromo de Monza.
Mi padrino
murió una madrugada y yo estaba a su lado. Esa noche mi viejo me llamó porque
la cosa se estaba poniendo fea y salimos —a las cuatro de la mañana— en un
taxi, con mi mujer, rumbo a su casa. Ni bien el taxi arrancó, hubo un apagón
profundo en toda la zona y el chofer detuvo el coche. “Qué peligro”, dijo.
Fueron unos minutos en los que estuvimos suspendidos y en seguida volvió la
luz. El taxi aceleró. Fiel a las enseñanzas, tomé ese apagón como una
premonición. Le dije a Guadalupe al oído: “hoy va a morir mi padrino”.
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Publicado en la revista Orsai Nro 2 del 18 de Abril, 2011
Etiquetas: cuento, El Padrino, Fabián Casas, Orsai
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