Fin de año
El último día del año me encontró caminando a orillas del mar. Hasta ese momento tenía la sensación de un 2017 con un sabor más bien amargo. Repasaba los 365 días en mi memoria, la clásica evaluación de fin de año, las experiencias desagradables, las experiencias alegres, las sorpresivas, las que no se dieron. Estamos tan acostumbrados a la dualidad, eso de calificar todo en bueno o malo, mejor o peor, lindo o feo, esa mala costumbre de calificar en blanco o negro y limitarnos tanto a cualquiera de las dos variables que mi menta se movía imaginariamente de izquierda a derecha.
Y, quién sabe, el aire del mar, la frescura del agua, la suavidad de la arena mojada, las risas excitadas de los más chiquitos en la orilla, la música a lo lejos, todo eso o nada de eso, me hicieron sentir agradecida y recordé aquello de que "Todo es perfecto". Y lo es. No necesariamente agradable, elegible o deseable. Sino perfecto para la propia evolución.
Comencé a pensar en todo lo que había aprendido en ese año.
Ya sé. Con mis amigas repetimos como mantra que ya no queremos aprender más, al menos no lo que trae el dolor, el sufrimiento o los momentos no tan buenos. Que ahora solo queremos disfrutar. Pero aprender es evolucionar,
Y, quién sabe, el aire del mar, la frescura del agua, la suavidad de la arena mojada, las risas excitadas de los más chiquitos en la orilla, la música a lo lejos, todo eso o nada de eso, me hicieron sentir agradecida y recordé aquello de que "Todo es perfecto". Y lo es. No necesariamente agradable, elegible o deseable. Sino perfecto para la propia evolución.
Comencé a pensar en todo lo que había aprendido en ese año.
Ya sé. Con mis amigas repetimos como mantra que ya no queremos aprender más, al menos no lo que trae el dolor, el sufrimiento o los momentos no tan buenos. Que ahora solo queremos disfrutar. Pero aprender es evolucionar,
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